lunes, 13 de mayo de 2013

EL NIÑO QUE BUSCABA SU SOMBRA (CUENTO SIN FINAL)

Había una vez, no hace mucho tiempo, cuando las caracolas despertaban a las rocas entre ola y ola con grandes bostezos de arena y algas, un niño, un niño especial, y era especial porque no tenía sombra.

No tener sombra puede que, en principio, no parezca gran cosa, pero el niño sólo podía sentirse triste porque toda la gente que conocía tenía sombra, hablaban con ella, jugaban a imitarla y descubrir nuevas figuras o animales hechas con la sombra de sus manos, mientras correteaban entre sombras de árboles o, en ocasiones, tan sólo mirarla para saber si aún seguía allí, pegada a sus pies.

El niño no sabía por qué era el único que no tenía sombra así que, un buen día, decidió hablar con la tierra, porque podría ser que la tierra, al ver que el niño la pisaba tan fuerte, se hubiese enfadado con él y negarse a que la sombra del niño pudiese apoyarse en ella, dibujando su oscura silueta sobre sus colores pardos, verdes, rojizos, naranjas, ocres y blancos.

Paso a paso, con gran esfuerzo, el niño subió a la montaña más alta de todas las montañas que su vista alcanzaba, suponiendo que desde allá arriba, la señora tierra le escucharía y además, le demostraría lo mucho que le importaba al niño su sombra, que hasta había sido capaz de subir a una montaña tan alta siendo tan pequeño.

Al principio, en la ladera, el niño andaba deprisa, casi corría, pues era el principio del camino y acababa de desayunar dos trozos de pan con miel, que hábilmente había conseguido de un panal de cristal, donde cien abejas reinas cultivaban la mejor jalea mientras miles de soldados zánganos recolectaban el néctar de las flores silvestres, y así toda la comunidad estuviese alimentada y pudiese trabajar casi sin descanso.

Lo cierto es que cuando el niño pidió permiso a las abejas, éstas estaban tan ocupadas dándoles a los bebés abejas la mejor de las mieles, que no le prestaron demasiada atención, ni siquiera le parecieron enfadadas, ni nerviosas, era como si no hubiesen notado que el niño hubiese estado allí.

Un trecho más arriba, la montaña comenzaba a empinarse poco a poco, suavemente, como un murmullo que cada vez vas escuchando más claro y, aunque no eres capaz de saber que significa el murmullo, las palabras, a medida que que te vas acercando, se dibujan con líneas cada vez más claras, hasta formar un dibujo de lo que el murmullo en realidad significa.

Los pasos eran ahora más lentos que antes, aunque el ritmo era vivo aún,  como cuando una sonrisa pasa a ser risa y de ahí a carcajada, casi sin notarse.

El niño, tras largo tiempo caminando, decidió separarse del camino a la cima y dirigirse a un riachuelo que bajaba a carreras procedente de los hielos que la montaña guardaba en sus barbas para que en los días de calor pudiera refrescar su viejo cuello con uno o dos pedazos de hielo fresco y virgen que allí celosamente guardaba............


 (CONTINUARÁ)

















A Irene, a la que prometí acabar este cuento cuando hubiese vivido lo suficiente como para saber cómo termina....